Las umbrías bajo las cuales veo, en mis ensueños,
los más traviesos pájaros cantores, son
labios; y toda la melodía de tu voz no es hecha
sino por palabras creadas por tus labios.
De tus ojos, engastados en el santuario celeste
de tu corazón, caen las miradas desoladas
ahora, ¡oh, Dios!, sobre mi espíritu fúnebre,
como la luz de una estrella sobre un sudario.
¡Tu corazón, tu corazón! Me despierto y
suspiro y vuelvo a dormirme para ensoñar
hasta el día de la verdad, que el oro — capaz de
tantas locuras —, no podrá jamás comprar.
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